Alpinismo en noviembre, o cómo rozar la hipotermia
Escrito lunes 8 de diciembre de 2025
Este pasado mes de noviembre estuve de estancia en Zúrich; concretamente, en el ETH. Mi experiencia ha sido enormemente positiva: Zúrich es una ciudad preciosa y tranquila, la gente es sorprendentemente amable y tuve la suerte de estar durante periodo de mercado navideño. También he tenido la posibilidad de reunirme con antiguos compañeros y actualizar brevemente nuestras vidas. Además, los últimos días de mi estancia me visitó mi pareja y pudimos hacer un muchos planes que no habría pensado por mi cuenta. Por otro lado —y a pesar de haberlo disfrutado—, creo que he mi cuerpo no ha acabado de apreciar la cantidad de queso y Too Good to Go tanto como yo.
Durante mi estancia allí, Jagna, una antigua compañera de Barcelona que había estado previamente en el ETH, quiso aprovechar mi estancia para visitarme y hacer algún plan juntos. Yo tenía ganas de hacer alpinismo: pocas veces tiene uno la oportunidad de hacerlo en los Alpes. El clima no era el más adecuado, y acercándose el mes de diciembre muchos senderos empezaban a estar completamente cubiertos de nieve. Muchos días las tormentas eran lo suficientemente agresivas como para hacer impensable cualquier intento de ruta. Por cierto, ¿sabíais que en Suiza tienen una web con cámaras en directo para monitorizar el estado de los senderos y estaciones de esquí?
De cualquier manera, decidimos planear una ruta y, en caso de ser imposible llegar a hacerla, cambiar el plan por cualquiera que nos viniera a la cabeza.
Desde Zúrich a Stoos, tras un par de paradas
Nuestra jornada comenzó relativamente pronto. Dado que los días no eran precisamente largos y anochecía sobre las 17:00, necesitábamos darnos prisa para que no nos alcanzara el atardecer mientras estábamos en la montaña. Jagna se había encargado de alquilar unos zapatos especiales para la nieve, de manera que no nos resbalaríamos en la ruta. Como hizo la reserva al lado de la estación parecía que, estando en la estación sobre las 9:00, íríamos bien de tiempo para pillar un tren a las 9:30.
Tras pasar por un supermercado para comprar algunas provisiones, nos pusimos en marcha hacia la tienda de deportes. Jagna no tenía datos móviles, así que guiaba la marcha con mi móvil. Tras un par de minutos buscando la tienda sin mucho éxito, decidió preguntarle a una trabajadora de la zona si sabía dónde estaba la tienda que buscábamos. La chica nos indicó que estaba en un pasadizo, así que entramos por la primera salida que vimos. Íbamos con cierta prisa ya que quedaban apenas diez minutos para que nuestro tren saliera. Tras un par de vueltas, caímos en que el «pasadizo» era una entrada a un edificio, donde continuaban las tiendas. Era ya aparente que no llegaríamos al tren. Afortunadamente, la frecuencia era bastante buena y tendríamos que esperar media hora como mucho. Tras probarnos los zapatos y pagar, nos dirigimos a la estación. Después de conseguir los billetes —y yo casi perder un guante— teníamos todavía diez minutos hasta la salida de nuestro tren.
El viaje en tren transcurrió, en su mayoría, sin acontecimientos. Me sorprendió ver a un grupo de personas bebiendo en el tren. Jagna me explicó que estaba permitido en Suiza y que, de hecho, aparecía en ciertos spots publicitarios como un atractivo frente a viajar en coche. También hizo la extraña observación de que, por otro lado, cocinar en los trenes está manifiestamente prohibido. Evidentemente, le pregunté si acaso no era obvio. Respondió que algunos suizos, tras volver de pasar el día en la montaña, llevan pequeñas fondues que usan para fundir un poco de queso y comer. Por si esta respuesta no fuera suficientemente inquietante, recordó que lo había visto con sus propios ojos en alguna cita pasada que había tenido.
En cierto momento Jagna observó que la siguiente parada era la nuestra y fue al baño antes de tener que bajarnos. A la salida del tren, localizamos la parada de bus donde teníamos que hacer el transbordo. Todavía teníamos un margen de una hora hasta pillar nuestra conexión, así que pillamos algo de comer y yo aproveché para tomarme un café. Ya empezábamos a acercarnos a zonas montañosas y todos los espacios no transitados estaban cubiertos por un ligero manto de nieve.
Durante este pequeño descanso, Jagna aprovechó para contarme que la reina Victoria II escaló uno de los picos cercanos a esta parada. Aunque, como no podía ser de otra forma, no lo hizo ella sola: un séquito de seis acompañantes la llevaron a cuestas durante todo el trayecto en un trono, tomando relevo por parejas. Si no recuerdo mal, la empresa les llevó tres días y, para conmemorarlo, en la estación había una estatua de dos trabajadores con un trono de la que no tomé ninguna foto.
Tras el receso nos acercamos a la estación para continuar el viaje. Le preguntamos al conductor, para comprobar que todo fuera correcto, si ese era el bus que teníamos que pillar. El hombre muy sagazmente observó que, de hecho, la estación que indicaba mi móvil no se correspondía con donde estábamos: en otras palabras, nos habíamos equivocado de parada. Para Jagna era claramente culpa mía: como yo tenía el móvil con la ruta, debía haberme asegurado de que la parada era correcta. Entiendo su postura, pero creo recordar que fue ella quien indicó bajarnos donde nos encontrábamos. En resumidas cuentas, esta parada era correcta para el primer tren, que perdimos. Al haber tomado una ruta diferente, el resto de conexiones posteriores habían cambiado.
Mientras estábamos en pleno debate, una señora muy amable con un perro y un bebé se acercó a preguntar si necesitábamos ayuda. Tras explicarle el problema nos acompañó durante unos diez minutos a una parada diferente donde tomar el siguiente autobús. Ambos acabamos reconociendo parte de nuestra culpa y, en retrospectiva, el tiempo que perdimos no resultó ser demasiado significativo.
El pie de la montaña y el comienzo de la ruta
Tras otro trayecto sin nada que destacar, llegamos al pie de la montaña. Para comenzar la ruta teníamos que subir a la estación de Stoos mediante un cremallera. Quedé bastante sorprendido por el diseño: eran tres cabinas circulares independientes, enlazadas entre sí formando una especie de oruga. Resulta que este cremallera tiene el récord mundial por ser el más vertical que existe y rápidamente entendí el motivo de su diseño: necesita poder moverse individualmente para cambiar de pendiente y mantenerse pegado a la vía. Una vez llegamos al la estación ya era casi mediodía. Habíamos pasado el clima nublado y el sol brillaba radiante, por mucho que no hubiera más que nieve en los alrededores.
Tras otra parada de Jagna en el baño, nos pusimos los zapatos de nieve y comenzamos a caminar. El trayecto dentro de la estación fue bastante sencillo y aproveché para acostumbrarme a la sensación del calzado nuevo. Diez minutos después, llegamos al comienzo oficial de la ruta. Con un desnivel de 600m, la ruta no parecía ser extremadamente complicada, y comenzamos a andar. No podía haber estado más equivocado: en la en la primera cuesta me fue necesario hacer una pequeña parada. El clima había empeorado notablemente, y la visibilidad se había reducido. La pendiente era bastante considerable. Yo claramente no había entrado en calor y tampoco había acabado de adaptarme a los zapatos. A esta primera cuesta le siguieron un par bastante similares, sin acabar de ser tan duras. Finalmente, llegamos a un pequeño llano donde aprovechamos para tomar algunas fotos.
Tras esta pequeña pausa nos pusimos en marcha. A otra inclinada cuesta le siguió un camino largo y nevado. Aunque se seguía sin distinguir el característico azul del cielo, ya se empezaban a entrever los rayos del sol. La pendiente en este tramo era mucho más ligera y, en algunos tramos, llegamos a descender un poco. Por un lado, esto me permitió retomar fuerzas y acostumbrarme al ritmo. Por otro lado, todo lo que fuera bajado tendría que ser subido en algún momento. Y, desafortunadamente, ese momento no tardó en llegar. Poco después encontramos la que sería la peor cuesta de todo el trayecto. La inclinación de casi sesenta grados junto con la nieve hacía del progreso una tarea lenta y costosa. Jagna y yo nos resbalamos en varias ocasiones. Cualquier falta de cuidado tendría como consecuencia empezar de nuevo la subida.
Una vez en lo alto de la cuesta, el paisaje se abrió de par en par. Habíamos subido lo suficiente como para estar por encima de la gran capa de neblina, así como de las colinas que nos rodeaban. Todo lo que alcanzábamos a ver era nieve y un pequeño sendero escarbado que nos indicaba el camino. El sol brillaba con un doble halo debido a la nieve que quedaba en suspensión, casi como si nos estuviera amenazando. Seguimos caminando y, bien porque la pendiente hubiera disminuido drásticamente, bien porque ya me hubiera acostumbrado a la montaña, la siguiente parte de la ruta fue bastante sencilla.
Descanso, ascenso
Tras un rato llegamos al primer banco del recorrido y decidimos hacer una pequeña parada. Yo estaba bastante sediento y no había comido nada desde el desayuno —hacía ya unas cinco horas—, así que notaba mi cuerpo algo débil. Jagna me ofreció unos frutos secos para recuperar fuerzas. Durante la parada observamos que nos encontrábamos cerca de una parada del teleférico. Jagna me comentó que eran cuatro en total, por lo que nos encontrábamos empezando el segundo tercio de la ruta. Algo después empezamos a sentir frío como resultado del tiempo que habíamos estado quietos, por lo que decidimos reanudar la marcha. De hecho, empezaba a hacer tanto frío que se me había congelado parte del pelo.
El camino posterior al descanso fue comparativamente más sencillo que el que habíamos hecho hasta el momento. La inclinación era bastante suave y, como consecuencia, la nieve no deslizaba tanto. Poco después nos encontramos una pendiente bastante inclinada, que me recordó a la que habíamos tenido que subir antes del descanso. Esta, sin embargo, no se me hizo tan complicada. Nos encontramos un gorro en la nieve que presuntamente alguien habría perdido, y Jagna aprovechó para llevárselo puesto el resto del camino. Durante todo el recorrido, una cruz en lo alto de una colina había guiado nuestros pasos y ya nos encontrábamos bastante cerca.
Al llegar a la cruz hicimos una breve parada para contemplar las vistas, aunque reanudamos la marcha poco después para no perder el calor acumulado. Ya habíamos subido lo suficiente como para pasar cualquier rastro de nieve en suspensión. El cielo era de un color azul como pocas veces había visto. El sol brillaba radiante y, al incidir en la poca nieve que seguía cayendo, la hacía brillar como si llovieran diamantes. El suelo blanco seguía el mismo patrón, mostrando una capa helada que brillaba y dejaba de hacerlo al ritmo de nuestros pasos.
El tramo inmediatamente posterior a esta escena contrastaba claramente con el paisaje: estábamos empezando un tramo sombreado. Este trayecto parecía ser la última subida antes de llegar a la cima, ya que no se apreciaba ningún pico en los alrededores. Acabar la ruta pronto serían buenas noticias. Desde hacía un tiempo había empezado a notar mis fuerzas decrecer. A pesar de haberle propuesto a Jagna parar para comer un poco, insistió en continuar la subida y comer en la cima. No compartía su opinión, pero estaba en parte de acuerdo: en algún momento del camino había comenzado a notar cómo los dedos de mis pies perdían sensibilidad. Estar en la sombra significaba que la temperatura había caído varios grados. No sabía muy bien cuál era el motivo, pero tampoco me parecía algo relevante. Decidí empezar a mover los dedos mientras caminaba para mantener la sangre circulando.
Tras un rato caminando, llegamos a vislumbrar el sol al final del sendero. Hacía tanto frío que mi móvil llevaba ya un rato sin funcionar. Observar un banco al final me hizo suponer que, efectivamente, nos estábamos acercando al pico y que por fin podría comer algo. De nuevo, volvía a estar equivocado.
El último obstáculo
Tras superar el último tramo, dos colinas se alzaban ante nuestra vista. Por supuesto, nuestro camino acabaría al coronar la más alta del par. Las líneas del teleférico a nuestra izquierda y la ausencia de una parada indicaban que ya habíamos pasado el segundo tercio del recorrido hacía tiempo. Ver cómo las líneas acababan en la cumbre de la montaña confirmaba que, efectivamente, esta cuesta sería el último tramo.
Jagna se negó a parar en el banco cercano, argumentando que comeríamos una vez estuviéramos en la cima. Por un lado, tenía muchas ganas de parar: la falta de nutrientes junto con el cansancio acumulado empezaba a hacer que me costara mover las piernas. Por otro lado, ya había dejado definitivamente de sentir los dedos de los pies y, cuanto antes llegara a la cima, antes podría averiguar el motivo y entrar en calor.
Este último trayecto estaba compuesto por dos cuestas sucesivas, la última siendo la más inclinada. Ante el nulo riesgo de perdernos, Jagna decidió tomar la delantera y llegar lo antes posible. Yo, por mi lado, estaba librando una batalla personal con mis piernas. Durante la última subida mis pasos se hicieron cada vez más cortos y menos frecuentes. Cada vez me costaba más andar y, en contraposición, cada paso me acercaba al final. A estas alturas no había nada más que nieve. En una de las varias paradas que necesité hacer me paré a apreciar los alrededores. Sólo podía escuchar el aire entrar y salir de mis pulmones, y el latido de mi corazón. El silencio era absoluto, como ningún otro que hubiera escuchado antes. De haber podido, habría dejado de latir para apreciarlo mejor.
Técnicamente, podría haber descansado un rato para disfrutar el entorno. Pero el frío había hecho que dejara de tener sensibilidad en los pies y amenazaba con subir por las piernas, así que no era una opción.
La cima, entrar en calor y la comida
Unos pocos minutos después, llegué a la cima. Recibí de buen gusto el tacto del sol, que llevaba sin sentir desde hacía unos cuarenta y cinco minutos. Jagna se había apresurado a encontrar un banco donde comer, y yo la seguí con las fuerzas que me quedaban.
Quería comer lo antes posible, pero lo primero era lo primero: tenía que hacer entrar en calor a mis pies. Me desaté el zapato de nieve, me descalcé el pie derecho y, rápidamente, entendí por qué había perdido tanta sensibilidad. Durante el trayecto, la nieve que había ido pisando se había colado entre los pliegues del zapato y, con el calor corporal, se había derretido. Tenía los pies empapados y, así, estaba perdiendo calor bastante rápido. Me quité los guantes y me sequé el pie como pude. Después, lo froté hasta volver a tener sensibilidad en los dedos. Me encontraba bastante mejor y, como mis manos habían quedado algo mojadas, decidí no repetir el proceso para el pie izquierdo.
Finalmente, era hora de comer algo. En Zúrich me había comprado un bocadillo de pollo empanado, que ahora rozaba la congelación. Este pequeño detalle no impidió que disfrutara hasta el último bocado. Creo que pocas personas en el mundo han podido disfrutar tanto de un pollo helado. Por otro lado, el agua también rozaba la congelación y, por primera vez, parecía que el frío podía tener buenas consecuencias.
En condiciones metereológicas normales, desde lo alto del Fronalpstock se pueden ver todos los valles y picos colindantes. Ese sábado casi todos se encontraban cubiertos por un manto de nubes, y solo era posible apreciar el tímido pico del monte Rigi en la distancia. La estación estaba llena de familias que habían venido a pasar el día esquiando. Curiosamente, también nos encontramos una pareja vestida de boda que, presuntamente, había subido con familiares y fotógrafos a hacerse las fotos nupciales.
El descenso y de vuelta en Zúrich
Una vez acabamos de comer tocaba empezar a plantearse la vuelta a Zúrich. Para el descenso podíamos escoger entre dos opciones: coger el teleférico para una vuelta directa, o deshacer el camino a pie. Jagna abogaba por descender por la montaña y, en condiciones normales, habría estado de acuerdo. Pero eran ya las 15:30 y, en la época del año en la que nos encontrábamos, significaba que el ocaso empezaba a acercarse. Con los retrasos acumulados por la mañana, descender ahora significaba casi con toda seguridad que nos atraparía la noche en mitad de la montaña. Y, una vez el sol se escondiera, las temperaturas bajarían drásticamente. Para mayor complicación, el teleférico acabaría de funcionar a las 16:00, dejándonos sin oportunidad de usarlo una vez empezáramos el descenso.
Si mi calzado había empeorado drásticamente durante la subida, no era factible empezar un descenso en esas condiciones. Dadas las circunstancias, había una alta posibilidad de que no pudiera continuar bajando si la temperatura descendía lo suficiente. Jagna estuvo de acuerdo, por lo que decidimos coger el teleférico. La bajada, si bien relativamente corta —alrededor de unos 10 minutos—, confirmó todas mis sospechas. Las temperaturas habían descendido drásticamente durante la comida y, a la sombra, empecé a temblar del frío.
Una vez llegamos a la estación de Stoos había vuelto a perder cualquier rastro de sensibilidad en los pies. Tuve que hacer el camino de vuelta al cremallera entre trotes y saltos para entrar de alguna manera en calor. Una vez bajamos y pillamos el bus empecé a encontrarme considerablemente mejor. Mis pies seguían fríos, pero la temperatura ambiente era mayor y, por primera vez en bastante tiempo, empezaba a calentarme.
La vuelta a Zúrich fue, como los anteriores trayectos, poco reseñables. Tras hablar un rato en el tren sobre nuestro futuro, opciones de trabajo y la vida en la academia, ambos nos echamos una pequeña cabezada. Habíamos decidido pasar por mi piso antes de ir a cenar para que pudiera darme una ducha caliente y cambiarme a un calzado seco. Y, efectivamente, eso hicimos. Aproveché para ducharme sin especial prisa, disfrutando del agua caliente. Para la cena propusimos pasear por el centro hasta encontrar un sitio de Raclette y después tomar un poco de Glühwein —o Sandevid caliente, en palabras de Lourdes—. ¿Qué mejor forma de cerrar el día que con un plato bien cargado de calor y calorías? Por suerte, y a pesar de ser sábado, nos acabaron haciendo sitio en una mesa compartida con más personas. Os dejo el plato estrella de la cocina suiza: patatas y queso.